Hay que esconderse

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Il faut cacher sa vie”, dice sabiamente Montaigne. En España, ahora mismo, es un consejo necesario. Hay que esconderse, en la medida de lo posible. Hay que escaparse, aunque uno no se mueva de su sitio. Los meses del confinamiento forzoso nos educaron en la paciencia y en la cautela; nos enseñaron a permanecer quietos, a guardar distancias, a nutrirnos mejor de lo íntimo y de lo muy cercano, de nuestras propias reservas, como animales que hibernan, de nuestras capacidades imaginativas. Cada cual pudo aprender por su cuenta lo que valía la pena de verdad y lo que solo era accesorio. La austeridad forzosa dejaba en suspenso el delirio consumista de las posibilidades ilimitadas. En España, donde el pensamiento ecologista provoca una agresividad inusitada entre los intelectuales conversos al libertarismo, cualquier atisbo de reflexión sobre otras formas posibles de organización de la vida recibía la dosis preceptiva de burla: qué buenistas, qué cursis eran los que celebraban el regreso del aire limpio y los pájaros al cielo de las ciudades. En ese momento aún lo sorprendía a uno la coincidencia entre mentes de tan alto voltaje y la presidenta de la Comunidad de Madrid, célebre ya entonces por vindicar como atractivos de Madrid los atascos de tráfico de los viernes por la noche, y por asegurar que la contaminación no tiene efectos dañinos sobre la salud.

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