Georgia O’Keeffe está tan sola en el arte del último siglo como lo estaba en su retiro de Nuevo México, donde empezó pasando veranos y otoños y acabó quedándose de manera permanente, habitando una casa de arquitectura tan desnuda como las osamentas que le gustaba pintar en un estudio con un ventanal desmesurado de cinco metros de largo en el que cabía entera la inmensidad del paisaje. En una foto se la ve de espaldas, desde lejos, caminando por el lomo de un cerro árido, seguida por un perro. En otras que le hizo Alfred Stieglitz, mentor primero y luego cómplice, amante clandestino que después fue su esposo, se la ve por otro paisaje igual de desértico llevando a pulso un lienzo ya montado en un bastidor, con un aspecto más de exploradora que de pintora. Georgia O’Keeffe había vivido hasta los 12 años en una casa en mitad de una pradera en Minnesota, rebosante de fertilidad vegetal en los veranos y en los inviernos batida por las tormentas de nieve. Esas amplitudes que una imaginación europea no sabe concebir las llevó consigo cuando fue a estudiar arte en Chicago, aventajada y muy pronto innovadora, tanteando desde muy joven las formas del cuerpo femenino y las concisas abstracciones que ya perseguían la médula desnuda de lo real.
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