Contra el caos

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Algo que descubre uno volviendo a ver en Filmin las películas de Ingmar Bergman es su calidad extraordinaria de escritor. Sus historias están construidas con un rigor y una flexibilidad de novelas. En los diálogos y en los monólogos de sus personajes hay una elocuencia sin retórica, una nobleza expresiva que tiene mucho que ver con el mejor teatro, que seguramente le apasionaba más que el cine. El término “teatral” referido a una película suele ser derogativo, pero en el caso de Bergman define con exactitud una parte de su estilo: los personajes y sus palabras y silencios en el centro de la historia; la simplicidad máxima en la puesta en escena. Al contrario de los genios de la dirección que abundan en los teatros españoles, Bergman no necesitaba desfigurar el texto de una obra para revelar toda su hondura, ni para adaptarla apresuradamente a cualquier moda política o estética del presente. En un libro de memorias que confirma sus facultades literarias, Linterna mágica, describe a veces la preparación de un montaje como un director de orquesta que quiere asegurarse de que ni una sola nota de la partitura queda confusa o no se escucha con claridad en el momento justo. Consciente sin duda de la languidez inevitable en el relato lineal de la propia vida —tan ajeno al modo en que funciona de verdad la memoria—, Bergman se mueve con una voluble libertad entre las rememoraciones de la infancia y los episodios cercanos de su madurez atareada en el teatro y en el cine. El pasado y el presente se iluminan entre sí: el director que imagina una escena antes de montarla está ejerciendo la misma concentrada fantasía del niño que manipulaba un teatrillo de juguete, o el que encendía la lámpara de parafina y giraba la manivela de un proyector primitivo en una habitación a oscuras en la que solo brilla el rectángulo de una pantalla.

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