Me fijé por primera vez en el nombre de Elizabeth Hardwick en un ensayo de David Shields que me había hecho mucha impresión, Hambre de realidad. En un tono de polémica, y urdiendo las páginas de lo que él llamaba “un manifiesto”, con todo tipo de citas y fragmentos de libros, montados como un collage, Shields proponía una literatura que, para captar más plenamente la inmediatez de lo real, la variedad y el desorden del presente, eludiera las formas tradicionales de la novela o de las memorias, o las mezclara sin miramiento, añadiendo también rastros del ensayo, del diario, de la crónica de periódico. El “hambre de realidad” de un lector contemporáneo, decía Shields, ya no pueden satisfacerla los géneros literarios establecidos, anquilosados, cerrados sobre sí mismos, empeñados en una coherencia interior que excluye lo azaroso, lo fragmentario, los materiales baratos y confusos de nuestra experiencia del mundo.
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