El vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, que habla tanto y tan aceleradamente, con una facundia de profesor universitario acostumbrado a encandilar y a embaucar a estudiantes incautos, debería saber que hay palabras sagradas. Exilio es una de ellas. Son palabras sagradas porque expresan de golpe una vivencia radical, en lo más íntimo y en lo público y colectivo, un trance de vida o muerte que separa radicalmente a quien lo sufre de todos los demás que se han quedado a salvo. En español exilio es una palabra más sagrada todavía, porque nuestro país ha sido más fecundo que otros en dictaduras y en persecuciones, a lo largo de los siglos. Henry Kamen dedicó un libro de extraordinaria erudición a los destierros españoles, pero se dejó llevar, en mi opinión, por un sectarismo que malograba en parte su solidez de historiador. España no ha tenido el monopolio, y ni siquiera la primacía, en la expulsión de una parte de sus habitantes. La historia del mundo, y la actualidad de cada día, es un catálogo de abusos y persecuciones, de gente que lo abandona todo para huir del hambre o del despotismo o de la muerte. Pero nuestra fisonomía como país está marcada por las cicatrices innegables de los que tuvieron que irse y los que murieron lejos, y muchas de las tumbas memorables o anónimas de nuestros compatriotas se encuentran en tierra extranjera, cuando no en el destierro más negro todavía de una fosa común. Francia tiene a sus muertos insignes bajo la cúpula de solemnidad laica del Panteón. Inglaterra celebra a los suyos en la abadía de Westminster. Los nuestros están en Colliure, en Montauban, en las laderas ásperas del barranco de Víznar, en México, en Nueva York, en Puerto Rico.
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