La internacional de los ladrones

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De no haber existido en la realidad, Nigel Wilkins podría haber sido un personaje de John le Carré: un británico de edad madura, solitario, aficionado a la música clásica, muy dotado para los números aunque no para la vida social ni las intrigas de oficina, muy unido todavía a una exnovia con la que llegó a vivir algún tiempo, en el apartamento donde luego siguió viviendo solo, rodeado de libros y de cajas de documentos, y con alguna excentricidad decorativa, como un frasco de cristal en el que preservó los últimos rizos de su pelo, antes de quedarse calvo muy joven. Wilkins ha tenido una carrera profesional distinguida, pero no sobresaliente. Trabajó como compliance officer en la sede londinense de un banco suizo especializado en clientes muy ricos, Banco della Svizzera Italiana (BSI). Dejó el banco con un acuerdo decoroso en el que podía traslucirse un despido y durante unos cuantos años más, antes de jubilarse, trabajó para la Financial Services Authority, el organismo supervisor de las actividades financieras en la City. Los estantes de su biblioteca estaban llenos de libros sobre economía. Su distracción literaria eran las novelas de Thomas Hardy. Aparte de la lectura y la música, y las cenas con su antigua novia y siempre amiga Charlotte, a lo que más tiempo dedicaba Wilkins en su apartamento era al estudio de las cajas de cartón rojo llenas de documentos de contabilidad, todos ellos fotocopiados furtivamente y sustraídos de las oficinas del BSI. Siendo un empleado concienzudo, Nigel Wilkins había adquirido el hábito de quedarse en la oficina después de que sus compañeros se hubieran marchado. Como compliance officer, su trabajo consistía en asegurarse de la legalidad de los fondos internacionales que llegaban al banco y de la respetabilidad de los clientes que abrían las cuentas, más protegidas que secretos nucleares.

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