En las portadas de las novelas, tanto en el mundo anglosajón como en el de habla francesa, debajo del título y antes o después del nombre del autor se avisa, como para disipar cualquier duda: A novel, Roman. Los libros de historia no suelen avisar por adelantado que lo son, ni tampoco los de divulgación científica, pero, si un libro es de ficción, parece necesario aclararlo, como si no fuera evidente por sí mismo. En las películas ningún letrero advierte al espectador de que está a punto de ver una película, aunque sí a veces, con detallismo algo hipócrita, que los hechos y los personajes no tienen nada que ver con la realidad. Otras veces, la advertencia es la contraria, y eso crea más confusión aunque parezca que intenta disiparla. “Basado en hechos reales”. Así que la ficción busca su legitimidad unas veces reclamando su conexión con lo real y otras negándola. No ayuda en todo esto que en la historia de las novelas algunas de las más eminentes se publicaran con la pretensión de ser crónicas de hechos realmente sucedidos. Daniel Defoe hizo pasar su Robinson Crusoe por el relato autobiográfico de un marinero náufrago y su Diario del año de la peste por un testimonio contemporáneo y veraz de los hechos que contaba. Cuando se publicó la primera edición del Lazarillo, no había en el libro ningún indicio de que se tratara de una historia inventada. Como aclaró Francisco Rico, el Lazarillo no es un relato anónimo, sino apócrifo: el autor, lejos de ocultarse, declara desde la primera línea su nombre, si bien éste es el de un personaje imaginario. La confusión era mayor porque cuando apareció el Lazarillo no había relatos de ficción que trataran de gente común y de hechos contemporáneos no maravillosos.
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