Hay generosidad en la alegría y paz en la tristeza, y puede no haber amargura en el desengaño ni rencor en la pérdida, porque la gratitud por lo vivido limpie al espíritu de resentimiento. La alegría relumbra en los poemas de Francisco Brines igual que la oscuridad se abre algunas veces en ellos con un miedo de abismo o una sordidez de callejón. La alegría del amor colmado irradia de la habitación secreta en la que sucedió y se extiende generosamente sobre el mundo, más allá de las veladuras de una ventana que da al paisaje de una ciudad o al de un litoral en el que la feracidad se mantiene constante a través de todas las estaciones, como se mantiene invariable el azul intenso del mar en el horizonte. Cuando Francisco Brines era joven, en sus poemas se traslucían herencias variadas de lecturas que le ayudaban a dar forma a su expresión a la vez franca y cautelosa y a su manera de retratar al ser humano en el mundo y en el tiempo. Aprendió el fervor sostenido de Luis Cernuda pero no lo rozó su propensión a la amargura, quizás por una innata diferencia de carácter. Leyendo a Cernuda y a Cavafis, Brines ideó también suntuosas evocaciones históricas, pero quizás su influencia más profunda de entonces fue la de Vicente Aleixandre: el aliento como de versículos en los poemas, la contemplación maravillada de las cosas, la conciencia imborrable de un paraíso terrenal que estuvo en la infancia y en un espacio geográfico preciso y que a pesar del tiempo, de la madurez, del desgaste de la experiencia, nunca ha llegado a perderse. La “ciudad del paraíso” de Aleixandre es para Brines la comarca de huertos y naranjos junto al mar en la que nació, pero aquel edén nunca quedó clausurado, y la expulsión que todos sufrimos más o menos al salir de la niñez en su caso queda atemperada por una perduración que llega hasta la edad madura, hasta la vejez, ahora mismo. El paraíso es un lugar exacto, localizable en los mapas, habitable y siempre habitado, tan disponible cuando se lo recuerda de lejos como cuando se regresa.
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