Cansancio narrativo

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No hace falta que un final sea feliz. Basta con que sea un final. Borrón y cuenta nueva. Colorín colorado, este cuento se ha acabado. Una de las muchas satisfacciones poco celebradas del cine clásico era ese rótulo muchas veces caligráfico que venía acompañado de un crescendo en la música y certificaba no sin solemnidad que la película había terminado: “The End”. El hechizo de la película había terminado al mismo tiempo que las crudas luces de la sala cancelaban la oscuridad. Visto y no visto. El cerebro humano necesita pautas y límites muy claros en el espacio y en el tiempo. Los límites son el contorno de la forma. En el otro extremo del colorín colorado está el érase una vez: también el comienzo se anuncia a sí mismo. El primer versículo del Génesis es tan rotundo como debió de serlo el Big Bang en los primeros milisegundos del universo. “En el principio crió Dios los cielos y la tierra”, dice la traducción gloriosa de Casiodoro de Reina. En La creación de Haydn y en la Novena sinfonía de Beethoven los primeros compases sugieren un mundo que está comenzando en un estremecimiento de tinieblas. El sentido del principio y el del final son tan cruciales en la más formidable sinfonía como en una canción de tres minutos, en un poema épico y en un haiku. El compositor Benet Casablancas, que ha hecho frente con maestría a las largas duraciones orquestales y a la ópera, escribe también haikus para piano que empiezan y terminan en menos de un minuto, y que en su brevedad contienen una forma completa, como el ADN de una persona está completo en un cabello o en una gota de saliva.

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