A la máxima razonable pero algo mezquina de “poco, pero bueno”, Juan Ramón Jiménez le daba un empujón de desmesura: “Mucho, y perfecto”. La perfección ya no nos parece un objetivo deseable en las artes, por lo que tiene tal vez de exceso de control, pero la abundancia, más todavía la sobreabundancia, nos provoca recelo, incluso un impulso de condescendencia. ¿Puede ser muy bueno algo que se da como a borbotones, que por su misma proliferación parece haber surgido sin esfuerzo, de cualquier manera? La escasez, sin embargo, induce al respeto, hasta a la reverencia. Un artista de obra corta o mínima habrá seguido un proceso exigente de máxima depuración. A Flaubert una sola frase de Madame Bovary podía costarle un día entero de trabajo y tormento: al terminarla quedaba tan exhausto como si hubiera expulsado una piedra en un cólico nefrítico. Mientras tanto, Balzac, Stendhal, Victor Hugo llenaban velozmente páginas y páginas, urgidos no solo por el ansia de contar todo lo que sus imaginaciones prodigiosas engendraban, sino por la necesidad del todo práctica de cobrar adelantos, cubrir gastos, pagar deudas. Flaubert vivía confortablemente como el rentista solterón y de provincia que era, acogido y cuidado en casa de su madre. Entre los lujos que podía permitirse estaba el de dedicar días enteros a componer un párrafo y cinco años a terminar una novela. Bien es verdad que cuando a altas horas de la noche daba por concluida su jornada como novelista, se ponía a escribir cartas a sus amigos o a sus amantes de París, y entonces toda contención se acababa, y el estilista de la frase infalible se convertía en un divagador y narrador desorbitado, en improvisador jubiloso de ocurrencias, exabruptos, confesiones, en una especie de desatado Rabelais, de una glotonería verbal que le hacía llenar a vuelapluma páginas y páginas. Lo llamativo es que la calidad de esa escritura descontrolada no es inferior a la de la otra prosa milimétrica de la novela.
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