Confinado en Málaga, en una casa de campo, y absuelto de los viajes incesantes de una estrella internacional de la música, Daniel Barenboim se levantaba cada mañana y se ponía a estudiar las sonatas de piano de Beethoven. En la entrevista que le hace Jesús Ruiz Mantilla, a Barenboim se le nota el pudor de reconocer que ha disfrutado tanto en una época de calamidad y dolor: no tenía que extenuarse por aeropuertos y hoteles de gran lujo; no tenía que dirigir y luego asistir agotado y sonriente a esas recepciones que dan los multimillonarios y los patronos de las grandes instituciones musicales a eminencias como él. Desayunaba, salía al jardín, se sentaba al piano, abría una partitura. Que a los 77 años aún tenga que estudiar con ahínco, y con visible entusiasmo, esas sonatas de Beethoven es un indicio de la riqueza sin fondo que puede contenerse en el interior de una música y también de la mezcla de constancia y de fervor que es el alimento de todo aprendizaje. Aprender no se acaba nunca. En nuestra época se asocia el talento con el efectismo, y el disfrute estético con la inmediatez, y nada que requiera una larga constancia parece atractivo.
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