Estética del confinamiento

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Los amantes vuelven a encontrarse y se quedan parados, como sobrecogidos por un asombro mutuo, el de ver de nuevo con sus propios ojos lo que no habían sabido recordar, la novedad resplandeciente de la presencia del otro, los cambios que ha traído la ausencia: se quedan parados, en la habitación donde ella acaba de levantarse de la cama deshecha, pero después de ese instante no avanzan el uno hacia el otro, no rompen el último tramo de la distancia que los había estado separando. Se miran, se hablan, extienden los brazos, pero los dedos no llegan a rozarse, como si la otra distancia irreversible que muy pronto los va a separar ya se hubiera impuesto por anticipado entre ellos, un abismo que no pueden cruzar. Los dos amantes, Alfredo y Violetta, se encuentran después de una amarga separación en la última escena del tercer acto de La traviata, pero, aunque se desean tanto, no llegan a abrazarse porque ya los separa la divisoria de la muerte, y porque las precauciones sanitarias contra la covid-19 no permiten que los cantantes se acerquen entre sí a menos de dos metros. También se mantienen extrañamente separados entre sí, en una especie de cuadrícula fantasmal, los miembros del coro y los figurantes, y los espectadores que un momento después, tras el final de la función, nos pondremos de pie para aplaudir, uniformados en el anonimato de las mascarillas, que son otra precaución sanitaria, pero que acaban formando parte del vestuario general y la escenografía de la ópera.

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