Volver a dónde

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Ahora es cuando no tengo ganas de salir a la calle. El mundo de después, sobre el que tanto se especulaba, ha resultado ser muy parecido al de antes, salvo por el incordio añadido de las mascarillas. A media mañana, en el calor seco y candente de Madrid —“un horno de ladrillo babilonio”, decía Herman Melville del calor de Nueva York— el tráfico es el mismo de otros veranos por ahora, quizás con un grado mayor de encono, porque la temperatura sube cada año, y porque los conductores de coches y de motos parecen ansiosos por compensar el tiempo perdido, la gasolina no gastada, los cláxones no apretados con gustosa violencia durante meses de silencio. En un atasco, un conductor ofendido por algo se baja de su furgoneta, llega a zancadas al coche que tenía delante, intenta abrir la puerta y, como no puede, da puñetazos en la ventanilla. En ese momento el tráfico empieza a moverse: ahora el conductor agresivo tiene que volver a toda prisa a su vehícu­lo para eludir la furia de los que se enfurecen y pitan contra él. Me acuerdo de la observación de la presidenta de la Comunidad de Madrid sobre el “ambientillo” que crean en la ciudad los atascos de los fines de semana por la noche: también su observación, de gran agudeza científica, de que la contaminación causada por el tráfico no tiene efectos nocivos sobre la salud. Me acuerdo de todo eso y procuro volver cuanto antes al refugio de mi casa, teniendo gran cuidado de no encontrarme en un paso de peatones cuando los motores de los coches rugen de impaciencia caníbal en el momento en que el semáforo en verde empieza a parpadear.

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