Dar testimonio

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El que escribe hace dos cosas: inventa fábulas o da testimonio. Hay fabuladores puros, igual que hay narradores que solo han contado aquello de lo que han sido testigos, y los hay también que oscilan de una tarea a otra, o que mezclan las dos, en el gran reino ambiguo de la ficción. También hay quien al contar algo se cuenta de paso a sí mismo, y quien logra borrarse por completo, el cronista que se convierte casi en una cámara de documental, el I am a camera con que comienza Christopher Isherwood su despedida de Berlín. La crónica del periodismo clásico anglosajón convirtió esa impersonalidad en una forma de maestría. Bien sabemos que hasta la mirada con más empeño de objetividad está mediatizada por intereses concretos y por prejuicios o inclinaciones inconscientes, y también que el yo narrador de un testigo directo puede ser un atributo necesario de veracidad. Una parte del mérito testimonial y literario de John Hersey en su Hiroshima fue desaparecer detrás de las voces de los supervivientes de la explosión de la primera bomba atómica. Al fin y al cabo, Hersey no estuvo allí, y por lo tanto su relato está hecho con los testimonios de otros. Pero el valor documental, y también moral, que tiene para nosotros Si esto es un hombre, depende del hecho de que Primo Levi vivió en persona cada cosa que cuenta. Auschwitz era un campo inmenso, complicado como una gran fábrica que también fuera una gran ciudad y un metódico infierno. El testimonio de una sola persona es muy limitado, pero también muy representativo, y lo singular de su perspectiva es también uno de los motivos de su fuerza. Son los historiadores los que se ocupan de amplios panoramas: un individuo solo, y además sumergido en los hechos, con frecuencia terribles, ve nada más que una parte de lo que sucede, pero la ve con una intensidad que ninguna otra aproximación hace posible. Yo estaba allí, dice ese narrador. Lo que cuento es lo que vi.

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