El sábado a las 8.30 salí a caminar con toda la ligereza de las zapatillas y de la ropa de deporte y sin la justificación de ir a la compra o de pasear a mi perra, con un impulso afirmativo que añadía elasticidad a los talones y ensanchaba la respiración. Respirar en una avenida de Madrid era como beber de un agua limpia y fría brotando a borbotones del caño de una fuente. Esta época nos ha acostumbrado a cambios bruscos y a discontinuidades en la percepción del tiempo. Solo unos días antes era invierno todavía y las mañanas tenían una luz báltica de perspectivas lejanas y plazas sin nadie. Ahora, de golpe, la mañana del sábado, el tiempo atmosférico se correspondía con el de los calendarios, y eso ya era en sí mismo el indicio de un cierto regreso a la normalidad, aunque esa palabra hasta hace nada trivial está ahora cargada de sentidos contradictorios. Ahora sabemos lo fácilmente que lo llamado normal queda en suspenso, y desaparece sin rastro, y en su lugar llega algo inaudito que muy pronto deja de serlo y se convierte en otra normalidad a la que se adaptan enseguida nuestra mente y nuestras costumbres. Ya vivíamos sin asombro en un mundo de sábados y domingos deshabitados, en ciudades invernales durante el mes de abril, sometidas al toque de queda de un poder invasor invisible: ciudades donde personas embozadas en mascarillas y armadas de paciencia y muy separadas entre sí formaban colas a las puertas de los supermercados; ciudades de avenidas demasiado anchas, por las que solo circulaban de tarde en tarde ambulancias, coches de policía, repartidores de comida a domicilio, encorvados sobre los manillares de las bicicletas, bajo el volumen excesivo de sus mochilas de plástico amarillo. Uno de esos sábados o domingos, el más desierto de todos, vi por la calle de Narváez a un repartidor que se reía a carcajadas, con el viento y la llovizna en la cara, haciendo caballitos por el centro de la calzada.
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