Tony Judt estaba muriéndose poco a poco y su afán de escribir, en vez de atenuarse, o de desaparecer, se volvía acuciante. A Tony Judt la enfermedad lo había ido confinando en una parálisis progresiva, en una pérdida gradual del movimiento, pero sus facultades mentales no sufrían ningún deterioro, así que el consuelo de la lucidez, de la memoria, de la plena conciencia, al mismo tiempo acentuaba el horror de lo que estaba sucediéndole, el cumplimiento de una sentencia para la que no habría aplazamiento. Ya del todo impedido, en una silla de ruedas, con un micrófono pegado a la boca que recogía su voz inaudible, Tony Judt apareció en Nueva York en algún acto público, tan brillante y batallador como siempre, con golpes de un humorismo seco inglés y judío: “Me he convertido en un busto parlante”.
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