Nada como el choque contra la inmisericorde realidad para poner a prueba la fortaleza y el sentido y hasta la razón de ser de las artes. En medio de la calamidad uno entiende instintivamente que ha de medir sus palabras, porque en estas circunstancias el oído ético y estético se afina hasta volverse doloroso, y detecta enseguida cualquier nota falsa, salida de tono, hasta el indicio más disimulado de irresponsabilidad o egocentrismo. No estamos para bromas. La indulgencia perezosa hacia la palabrería ahora da paso a lo que Ernest Hemingway llamaba an in-built bullshit detector: una especie de sismógrafo incrustado en uno mismo que salta y dispara su alarma ante la tontería halagadora y consentida, ante la impúdica simulación que usurpa el vocabulario de lo verdadero.
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