En el espejo arde una ciudad

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El 1 de junio de 1938, Ödön von Horváth iría por París con la sensación a la vez exaltada y tranquilizadora de haberse puesto a salvo. Había visto con sus propios ojos cómo la Europa que conocía y amaba se rendía al nazismo: primero Alemania, donde sus libros y sus obras de teatro estaban prohibidos desde 1933; después Austria, donde Horváth había presenciado los rugidos de fervor criminal con que las multitudes recibían a Hitler en las calles civilizadas de Viena. Horváth era tan hijo del antiguo Imperio Austrohúngaro como su amigo Joseph Roth, que también había empezado ya su larga huida. Roth venía del mundo apartado de las comunidades judías de Ucrania y Polonia; Von Horváth, de una aristocracia administrativa y militar, entre germana y húngara, con conexiones balcánicas. Que dos autores contemporáneos, que escribían en la misma lengua alemana, vinieran de orígenes geográficos y sociales tan diversos es un síntoma de la fluidez admirable de aquel mundo, muy pronto destrozada por el veneno doble del nacionalismo y el totalitarismo.

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