En los Cuadernos de Emil Cioran, dispersas entre los exabruptos, las divagaciones obsesivas sobre el suicidio, los aforismos y los desplantes filosóficos, el lector encuentra breves imágenes cotidianas, anotaciones de diario que son como fotos instantáneas, polaroids de la vida íntima de este hombre insomne y huraño que sin embargo disfrutaba muy a conciencia de unos cuantos placeres a la vez espirituales y terrenales. Perpetuo enfermo del estómago, propenso a la depresión y al insomnio, Cioran parecía que estaba reflexionando a cada momento sobre el suicidio, pero en las páginas de sus cuadernos da cuenta con un profundo regocijo de su amor por las caminatas de muchas horas a través de los campos, por la música, sobre todo la de Bach, y por la pintura. Un día de 1966 anota una visita a una exposición en la que se detiene mucho rato ante la Vista de Delft, de Vermeer: “Esta luz, esta gloria íntima en Vermeer, le hacen a uno olvidar todo lo que puede haber de infernal aquí abajo”. Lo infernal no desaparece, pero la belleza ofrece sustento y consuelo. Simone Boué, su compañera de toda la vida, que pasaba a máquina todos sus manuscritos y los preservó después de su muerte, contaba la afición de Cioran a caminar, a montar en bicicleta, a la jardinería y al bricolaje. En un apunte de un día de invierno Cioran dice que alza los ojos hacia las nubes que se deslizan por el cielo y le parece que pasan rozando su cerebro. De vez en cuando se cansa de París y echa a andar por un camino rural y solo se detiene al cabo de seis o siete horas: “A cada momento la sensación de estar colmado, de no desear nada más, nada de las cosas ni de las personas, ya que todo me había sido dado”.
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