Un día de marzo de 1933, la doctora Hertha Nathorff fue al cine en Berlín con una amiga y vio a Hitler en el palco de honor. Nathorff era una ginecóloga distinguida, con una consulta privada muy próspera y un puesto de dirección en una clínica en la que atendía sobre todo a mujeres. Su marido, también médico, dirigía un hospital importante en Berlín. Tenían un hijo de 10 años. Vivían en un apartamento grande y confortable. Como la doctora era alta y rubia, con los ojos muy claros, los pacientes no pensaban que pudiera ser judía. Un día, una señora a la que Nathorff había salvado la vida unos años atrás en un parto muy difícil vino a visitarla con el hijo nacido entonces, vestido orgullosamente con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas. Muchas personas, observó la doctora, hacían comentarios antisemitas sin ningún tono de maldad, más bien como de oídas, como por distracción, por seguir la corriente. Cuando ella les hacía saber, con educación y firmeza, que también era judía, muchos de esos pacientes, hombres y mujeres, reaccionaban como avergonzados, o sorprendidos, o incómodos. Una señora le mandó después una carta pidiéndole disculpas y un ramo de flores.
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