Hay retratos exactos; retratos de ciudades igual que de personas. Quien no conoce el original admira la verosimilitud y siente en la imaginación el estremecimiento de una presencia cierta. Quien conoce bien el modelo y está en condiciones de comparar se asombra de la precisión del parecido, confirmado por detalles mínimos y sutiles que no pudieron ser inventados porque constituyen la médula misma de lo real. La paradoja del retrato es que, ateniéndose a la superficie de lo que ven los ojos, alumbra lo profundo y deja intuir lo secreto. La cara es el espejo del alma. Uno mira la cara en el retrato, o la ciudad en una narración, en una película, en una serie de fotografías, y puede decir, como señalando con el dedo: “Es así”.
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