Dentro de todo es una tranquilidad que el himno nacional español carezca de letra. Un himno sin letra no puede cantarse, y esa carencia reduce mucho las posibilidades de emoción colectiva, el fervor de la comunidad exagerado acústicamente por la comunión de las voces, por no hablar del efecto euforizante y ya casi heroico de la ronquera. Los aficionados a la música conocemos bien su capacidad incomparable de sugestión emocional. Cualquiera que participe en un coro de aficionados puede atestiguar el poderío de la sensación de sumar la propia voz al canto colectivo, de sentirse al mismo tiempo disuelto y exaltado en la gran sonoridad común. El coro puede salvaguardar algo de presencia individual en el pluralismo de la polifonía. El canto de un himno tiende a la unanimidad: es la manifestación puramente física de lo compacto del grupo, la metáfora sonora de la patria que se afirma cerrándose sobre sí misma y eliminando toda discordancia, en el sentido musical y político de la palabra, que se parecen bastante. En Indonesia, en 1965, y luego en Ruanda, en 1994, la práctica del genocidio estuvo acompañada y animada muchas veces por grupos musicales. La voz cantante era la voz del verdugo.
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