La memoria viva preserva con una inmediatez de verdad las figuras lejanas de los muertos. Muy joven todavía, estudiando en la Universidad de Princeton, a finales de los años cincuenta, Jorge Edwards salió a dar un paseo una mañana de invierno y vio venir a una pequeña figura por el campus nevado. “Era”, cuenta, “un hombre más bien bajo de estatura, de mostachos grises, de capa, de sombrero con plumita de estilo de cazador inglés. Cuando estuve cerca, lo miré a los ojos claros, severos, miré la nariz aguileña, y comprobé sin una sombra de duda que era William Faulkner”. En el Madrid de ahora, a los ochenta y tantos años, Jorge Edwards recuerda el momento en que su ojos se cruzaron con los de Faulkner hace más de medio siglo, y esa imagen que permanece en su memoria y que él invoca escribiendo saca al viejo maestro de su pasado ya casi imaginario y lo acerca a nosotros. Esa es la tarea, el privilegio, casi la obligación de quien ha vivido lo que casi nadie más puede recordar: dar testimonio de lo que de otro modo se perdería, dejar constancia de su condición irreemplazable de testigo.
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