Las largas duraciones lectoras son uno de los privilegios del verano: las ficciones que abarcan la anchura y la complejidad del mundo. Yo recuerdo muchos veranos por las novelas que he leído mientras descansaba de obligaciones exteriores, o cuando mi propio trabajo no me absorbía tanto como para no tener comprometida del todo la imaginación. El esfuerzo riguroso de imaginación que exige la lectura de una novela no es mucho menor del que requiere su escritura. Tal vez por eso el que ronda la invención de una historia o ya está seriamente envuelto en ella siente que se le debilita el deseo de leer ficciones. Es casi un instinto defensivo: leer una novela muy buena desmoraliza al que se encuentra en las primeras fases de un empeño que puede no llegar a nada, o quedarse en un logro mediocre.
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