Cuando llevaba unos minutos en la exposición de Ed van der Elsken tuve una rara sensación de anacronismo. Veía fotos de gente joven en los cafés y en las calles de París en los primeros años cincuenta, pero me parecían de 30 años más tarde, del East Village de Nueva York en los últimos setenta. Y cuando alguna de ellas era en color, el anacronismo resultaba más visible. Eran fotos al mismo tiempo objetivas e impúdicas. Parecía que la cámara estuviera no muy cerca de los personajes, sino mezclada con ellos. La cercanía era tan poderosa que parecía excluir la mediación de una cámara; también la premeditación del encuadre, y el acto de posar.
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