“Il faut cacher sa vie”, dice Montaigne. Hay que ocultarse. Lo dice citando a su maestro Epicuro y pensando en la realidad del mundo en torno suyo. Montaigne era un hombre perezoso y pacífico en una época de guerras civiles, un hombre escéptico en medio de las matanzas y los anatemas desatados por el fanatismo religioso, un aficionado a los placeres sensuales y a la franca celebración de lo corporal en una cultura católica que reducía el cuerpo a envoltorio innoble del espíritu. En el largo desorden sanguinario de las guerras entre católicos y protestantes en Francia, Montaigne vio su vida en peligro más de una vez, y hasta se encontró huyendo con su familia durante meses, errando sin destino a través de una desolación de campos arrasados por el hambre, la peste y la guerra.
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