En los primeros años treinta, casi todos los extranjeros que llegaban a Ibiza iban huyendo de algo o escondiendo algo. Ibiza, en 1932, en 1933, era o parecía un lugar fuera del mundo, detenido en el tiempo, no en una fecha del pasado, sino en una intemporalidad que podía ser la del Mediterráneo antiguo o la de un reino intocado de la naturaleza. Una o dos veces por semana llegaba un barco al puerto y los isleños se congregaban en el muelle para ver a los extranjeros que bajaban por la pasarela. Algunos venían con un propósito claro, y otros no. Una vez llegó un alemán muy alto y muy joven que hablaba fluidamente catalán porque lo había aprendido en el departamento de Filología Románica de su universidad. Quería hacer la tesis sobre el vocabulario de los enseres y la vida cotidiana en las casas de la isla. Lo señalaba todo y preguntaba el nombre de cada cosa y lo apuntaba en el cuaderno que llevaba siempre consigo. Las casas como bloques cúbicos de sal de la isla también venían a visitarlas arquitectos vanguardistas, que se quedaban subyugados por la pureza de formas y la racionalidad extrema de aquellos edificios levantados por campesinos y canteros y maestros de obras que no sabían leer ni escribir y sin embargo inventaban variaciones siempre originales de modelos constructivos milenarios, usando la piedra, el ladrillo, la cal con más eficiencia y más belleza que la del cristal o el acero.
Novela del fugitivo y de la isla
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