Cuando yo era muy joven, recién salido de la Facultad, los cuadros de Ignacio Zuloaga no podían gustarme. Los aficionados al arte moderno, los aspirantes a estudiosos, nos habíamos educado en una idea evolutiva y lineal de la pintura, que empezaba en Cézanne, seguía con Picasso y el cubismo, luego los surrealistas, después la abstracción. Hasta el arte pop ofrecía serias dudas, porque al fin y al cabo era una vuelta a la representación de lo visible, que los teóricos del expresionismo abstracto americano habían proscrito. Igual que en la historia se sucedían necesariamente periodos determinados por los modos de producción y las relaciones de clase, en el arte unas escuelas engendraban otras, según una dirección inevitable, como la de la evolución de las especies. Todo artista que se quedara al margen de la línea inflexible de la evolución estaba condenado al descrédito y por supuesto al olvido, a un basurero estético que sería como un gran solar de desguace y chatarras. Al pobre Willem de Kooning, el crítico y gran inquisidor Clement Greenberg, que hasta entonces lo había celebrado, lo expulsó del escalafón de los justos cuando a principios de los años cincuenta volvió a pintar figuras reconocibles de mujeres.
[…]