Cada septiembre te revive. Cada mañana que sales a la calle hacia las nueve y hay un aire fresco, inédito, desconocido, recobrado. La gente camina deprisa hacia las oficinas y las obligaciones. Hay chaquetas o chales sobre los hombros desnudos y las camisetas del verano. Hay un vago reflejo mental de volver: a la escuela, a la facultad, a la oficina, a la normalidad, al tedio, a la ilusión de un comienzo nuevo que en realidad no es comienzo sino regreso. Me acuerdo sin motivo de un principio de septiembre de hace muchísimos años, en la plaza de Mariana Pineda, en Granada. Me había mudado hacía poco a un piso nuevo de protección oficial a la orilla del Genil. Teníamos un hijo de poco más de un año. Escribía entonces una columna semanal en el diario Ideal. Empecé un artículo que se titulaba September Song. Solo escribí la primera frase: “Otros septiembres nos aguardan”. Era como una premonición de algo que uno no percibe cuando es muy joven, la amplitud del tiempo. Este es uno de los septiembres imprevisibles que aguardaban entonces. Estoy en Madrid, escribo frente a una ventana desde la que se ven terrazas y tejados. El hijo de un año de entonces ahora tiene 34. La mente no sabe cobrar conciencia de esas lejanías temporales. La imaginación es un instrumento muy limitado. Otros septiembres, en el pasado y quizás en el porvenir, eso nunca se sabe. Otros veranos que se quedan atrás, julio y agosto de repente remotos: los días de la despedida en Nueva York, el calor tórrido en el regreso, las semanas de sueño trastornado, los días en Mallorca, en la costa sur, con su belleza de paisajes áridos y playas agrestes, los atardeceres sobre el mar más demorados a los que he asistido nunca. Las carreteras estrechas con bardales de piedra dorada a los lados, una arenisca que parece de mi tierra interior; Felanitx y la hospitalidad de nuestro amigo Andreu Manresa, desplegando embutidos, ensaladas, panes y vinos mallorquines; una terraza en Santanyi con vino blanco frío de la tierra y luna llena; la lectura de Eça de Queiroz en una tumbona junto a la piscina. Un verano de descubrimientos: lo empecé descubriendo a Hans Fallada y lo termino con los ensayos de Adam Zagajewski, sobre todo uno, En defensa del fervor. Corrijo un proyecto de libro y me doy más cuenta de que una parte grande de escribir es desescribir y descartar con alivio y sin remordimiento páginas y páginas que parecieron necesarias y ahora son irrelevantes. Septiembre es un comienzo, un umbral, un límite. El niño Jorgito y el niño Oliver de Alicia y Gotardo y los niños Ulises y Frida de Javier y Juan protagonizan sin saberlo el comienzo del mundo. Cada día es el Génesis y es el Fin del Mundo. Las fechas son fronteras dibujadas por la imaginación. En Nueva York hoy es la fiesta del final del verano, Labor Day. En septiembre es más poderosa la sensación, el espejismo, de tener toda la vida por delante.
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