Caminar mucho por la ciudad no es bueno solo para la salud y para la inteligencia. Lo es también para la amistad. Yo voy de un lado a otro durante horas, de un extremo a otro de Madrid, y por el camino se me van ocurriendo cosas, me voy fijando en personas, en edificios, en anuncios, y además, con frecuencia, me encuentro a alguien que conozco, y me quedo un rato charlando, a la manera antigua, y luego sigo mi camino, con la alegría de lo inesperado. Parece que los encuentros casuales son más valiosos: cambian de golpe el tono del día o el estado de ánimo. Ayer subía por la acera de sombra de Príncipe de Vergara y vi venir a una mujer alta y joven a la que tardé en reconocer unas décimas de segundo, tan ensimismado como iba: era mi hija. Mi hija iba en ese momento hablando por teléfono con su abuela, mi madre, así que el encuentro fue más complicado todavía, Elena y yo en Madrid y mi madre en su casa de Úbeda.
Hace un rato acabo de interrumpir la caminata para permitirme un capricho -un helado de leche merengada en la exquisita Alboraya- y nada más salir veo por encima de mi montículo todavía entero de delicia a mi amigo Jorge Hernández, mexicano aficionado a Madrid y a la fiesta de los toros. De una debilidad a otra: yo he sido sorprendido en el momento de comerme el helado y él en el de salir camino de la plaza de las Ventas. Salvo los toros, tenemos bastantes aficiones en común. Él me recomienda un libro sobre los meses que pasó Trotsky en Nueva York, justo antes de la Revolución rusa; yo a él, uno sobre la religión en la Grecia antigua, asunto en el que llevo sumergido desde hace semanas, “Los griegos y lo irracional”, de E.R. Dodds, uno de esos estudios de erudición apasionante y escritura limpia y precisa que de vez en cuando le nutren a uno el alma. Le cuento a Jorge que acabo de leer otro libro sobre el oráculo de Delfos. Miro la hora y le pregunto: ¿No eran siempre las corridas de toros a las cinco de la tarde? Ahora empiezan a las siete. Habrá que cambiar el estribillo del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías.
Y al cabo de un rato nos despedimos, yo con mi helado ya en las últimas, Jorge con su entrada para las Ventas, yo impaciente por volver a casa y seguir leyendo sobre el arrebato poético de la inspiración según los griegos.