El problema, o la cuestión, no es lo que tú sientas, o como tú “te sientas”. Es el modo en que lo que otros sienten o se sienten te afecta a ti, que a lo mejor solo pasabas por allí. Aquellos dos pobres emigrantes ecuatorianos que en diciembre de 2006 se encontraron por mala suerte en el aparcamiento del T4 de Barajas no sabemos qué sentían, ni cómo se sentían, si se sentían solo ecuatorianos o quizás un poco ecuatorianos y un poco españoles, o si por algún motivo se sentían en parte peruanos, o si se sentían de la Sierra o de la Costa, que son las grandes divisiones en Ecuador. El problema de esos dos emigrantes era que unos malnacidos se sentían tan, tan, tan vascos, tan víctimas de los que no les dejaban ser vascos, que decidieron poner unas bombas para reivindicar su sagrado sentimiento, a consecuencia de las cuales esos dos ecuatorianos que no sabemos cómo se sentían volaron por los aires.
Hans Mayer, en 1934, era un ciudadano austríaco que solo se sentía austríaco, aunque también fuera judío de nacimiento, pero ni hablaba hebreo ni yiddish ni tenía fe religiosa alguna. Pero resultó que otros que se sentían profundamente alemanes, solamente alemanes, épicamente alemanes, víctimas en su noble germanidad, decidieron que Hans Mayer, se sintiera como se sintiera, era un judío, y no tenía ni nacionalidad, ni derechos, ni nada. Hans Mayer se refugió en Bélgica, y aunque no parece que se sintiera belga, se unión a la resistencia belga contra los invasores alemanes, y en 1943 fue detenido, torturado y enviado a Auschwich, porque, se sintiera él como se sintiera, los señores de Europa en ese momento habían decidido que era un judío y como tal merecía la cámara de gas. Sobrevivió y se cambió de nombre: ahora se llamaba Jean Améry, y escribió uno de los testimonios mayores sobre los campos de exterminio. Manuel Azaña, Antonio Machado, Indalecio Prieto, Victoria Kent, Luis Cernuda, Juan Ramón Jiménez, Fernando de los Ríos, se sentían profundamente españoles, de una manera sobria y cívica, sin rastro de patriotería: pero por muy españoles que ellos se sintieran, los patriotas del otro lado decidieron que todos ellos eran la anti-España.
Me acuerdo de cuando el añorado Xabier Arzallus decía: “Y qué tenemos nosotros que ver con esos de Logroño”. También preguntó a los suyos en un mitin, cosa que, como es natural, me llegó al alma, “¿imagináis lo que será operarse en Jaén?” Bastantes miembros de mi familia se han operado en Jaén, con resultados excelentes. Mi equipaje genético, igual que el de Xabier Arzallus, y el de tantos otros campeones del sentimiento, coincide en el 99.8 % con el del chimpancé, y en una proporción asombrosa también con el de la mosca del vinagre. ¿De verdad tengo tan poco que ver “con ésos de Logroño”, o con esos de Girona, o del Goierri, o de Papua-Nueva Guinea? ¿Será verdad, como asegura el catedrático de economía de Columbia University Xavier Sala i Martín que no hay relación genética entre catalanes y españoles? A los asesinados el otro día en Manchester o a los que murieron en París nadie les preguntó cómo se sentían antes de ametrallarlos. Puede que más de uno se sintiera musulmán, como los 28 que acaban de morir hoy en Bagdad, y que no salen en la primera plana del periódico, porque, sintieran lo que sintieran, han tenido la mala suerte de morir en Bagadad y no en una capital de occidente.
Creo que hay en todas estas obsesiones identitarias mucha tontería, mucho narcisismo, mucho veneno propagandístico muy adecuado para encubrir vergüenzas de corrupción o de cobardía, o peor aún, de helada indiferencia ante el dolor de los seres humanos reales. ¿Qué me siento yo? ¿Puedo ponerme un termómetro o un barómetro de calores o fiebres de identidad? Llego a Úbeda y cuanto siento emoción de verdad es cuando doblo la esquina de la plaza de San Lorenzo. Paseo por Madrid y me conmueve la vitalidad desastrada de una ciudad en la que llevo viviendo ya tantos años, en la que está también ahora la vida de tres de mis hijos. En Nueva York me emociono al salir del túnel que desemboca en la anchura luminosa del Hudson. Llego a Lisboa y me parece que he pasado allí toda mi vida. Me acodo en una barra de Sevilla y me siento tan en la gloria como en mi cafetería preferida de Bilbao. ¿Soy un elitista despreciable porque dio la casualidad que fue una universidad de Nueva York y no de Jaén ni de Granada ni de Madrid la que me ofreció un contrato para dar clases de literatura durante unos años? El emigrante de Malí que fue a Úbeda a la aceituna y se quedó allí para siempre, porque lo trataron bien y pudo traer a su familia, ¿es un cosmopolita elitista y traidor a sus raíces? ¿Y los venezolanos que han abierto una panadería en la esquina de mi calle y trabajan en ella 14 horas diarias? ¿Son unos reaccionarios, unos traidores a su patria? Si sienten gratitud hacia España, porque pueden vivir y ganarse la vida aquí, ¿son unos fachas? El grado de su pasión venezolana es irrelevante: sintieran lo que sintieran, no tuvieron el privilegio de alimentar confortablemente su identidad y de labrarse un victimismo adecuado. Tuvieron que salir huyendo para que no los mataran o los secuestraran y para que el caos y la ruina económica no les hicieran imposible la vida.
En 1992, cuando me vine a vivir a Madrid, cada vez que me entrevistaban en Andalucía me preguntaban, más o menos acusadoramente, que por qué había abandonado mi tierra, que si me había ido para estar más cerca del “mundillo literario”(me había ido a 400 kms; tenía un apartamento en Granada; pasaba en Granada dos de cada tres semanas). Entonces decidí dar siempre la misma respuesta: “Me he ido a vivir a Madrid por amor”.
También tenemos sentimientos los que procuramos no legitimar nuestras posiciones políticas según nuestros sentires viscerales.