Hay lugares de la historia civil que sobrecogen a quien los visita con una sensación muy parecida a la de lo sagrado. Son los lugares comunes del sufrimiento y del heroísmo. Son sagrados porque en ellos sucedió la persecución y el martirio de los justos, y porque en ellos se cimenta con una claridad del todo secular el origen de lo más valioso que puede poseer una comunidad, su acuerdo básico de convivencia, el recuerdo de las injusticias sufridas por unos y cometidas por otros y asumidas en su plenitud por todos, o por la inmensa mayoría. Alemania es un país ejemplar en la construcción o en la preservación de estos lugares que merecerían el nombre de santuarios civiles. No son lugares para la complacencia, porque la historia, si se estudia y se recuerda con honradez, no suele ofrecer consuelos indiscutibles. No son panteones de glorias más o menos inventadas, o de martirios colectivos virtuales que permitan a los contemporáneos el halago de sentirse víctimas retrospectivas con un máximo confort, o que simplifiquen el pasado para convertirlo en una mitología entre victimista y narcisista.
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