A finales de 2015 mi amigo Jesús Arias eligió irse de este mundo a los 52 años, en Granada. El sábado se organizó en la ciudad un concierto en su memoria. Yo no pude estar, pero mi hijo músico, Arturo, leyó en mi nombre esto que escribí acordándome de él.
El Jesús Arias que yo conocí, el que llevaba muchos años sin ver cuando me enteré de su muerte, era un entusiasta. El entusiasmo prevalecía en él casi sobre cualquier otro rasgo de su carácter o de su comportamiento. Era un entusiasmo con frecuencia ingenuo, algo muy mal visto en la Granada de entonces, entre la gente de entonces, quizás también entre la de ahora. En Granada y más allá. España es un país cínico donde el entusiasmo despierta recelo o algo peor, sarcasmo. Jesús Arias era un entusiasta de las cosas que le gustaban y de las personas a las que conocía, y las cosas, las personas, las músicas, las ideas, los libros, le provocaban un entusiasmo inmediato cuando se encontraba con ellas por primera vez. Lo sé de primera mano porque algunos de aquellos entusiasmos los compartía yo; de otros fui testigo. Y hasta de otros fui el beneficiario. Jesús era un hombre inocentes y bondadoso que tenía un sentido granadino de pertenencia y al mismo tiempo una percepción aguda de la amplitud del mundo, de todo lo que existía más allá de Granada, ese universo que nos excitaba y nos daba miedo a los que vivíamos en la ciudad, que parecía reclamarnos desde lejos y al mismo tiempo nos disuadía, o eso creíamos, de nuestro deseo de asomarnos a él.
Jesús era uno de los pocos que se habían asomado. Él había cumplido ese sueño difícil al que Juan Vida le dio nombre en su primera exposición, “romper el cerco”: romper el cerco de la indiferencia del mundo exterior y también el del propio apocamiento. Con TNT había conseguido un éxito casi instantáneo que duró unos años breves de vértigo. Otros pierden la cabeza con mucho menos. Jesús mantenía una curiosa distancia hacia todo aquello, una especie de inocencia impermeable. Alguna vez me contó que el público ante el que su grupo y él actuaban con frecuencia le daba miedo. Jesús era un buen muchacho de Granada que hacía un punk apocalíptico en los primeros ochenta y que era aclamado, en el País Vasco, por ejemplo, por multitudes feroces que eran menos devotas de The Clash o The Sex Pistols que de ETA. Jesús recibía el beneplácito de Joe Strummer y era un héroe de la prensa musical alternativa y a continuación se tomaba un café con leche y media tostada de la parte de abajo en uno de los bares a los que íbamos entonces a desayunar, el café Goya, en la esquina de la plaza de la Trinidad, el Suizo, que agonizaba, acosado por especuladores urbanos.
Soy testigo del entusiasmo de Jesús por muchas otras cosas más allá del rock: por el jazz, en el que militó junto a Arturo Cid y Julio Pérez y Luis Poyatos y algunos más de nosotros, por la literatura, sobre todo por la literatura. Conservo, porque me la prestó él y ya no se la devolví, su edición de “La vida breve” de Juan Carlos Onetti, llena de subrayados y de apuntes a lápiz, de signos de admiración que los dos compartíamos. Algo había que hacer, pero no estábamos seguro de lo que era. Algo había que hacer con la ciudad, con nuestro lugar en ella, con nuestros entusiasmos y nuestras vocaciones. Algo que al menos aspirase a estar a la altura de lo que más nos gustaba, de las mejores músicas, de los mejores libros, de las vidas más novelescas que encontrábamos en la literatura o en el cine. Era al mismo tiempo una ambición legítima y un romanticismo insensato. Los “instructores de realidad” de los que hablaba Saul Bellow están siempre dispuestos a ponerte en tu sitio, a recordarte tus límites. De los últimos años en la vida de Jesús yo ya no fui testigo. Sé que fue un periodista concienzudo pero más accidental que vocacional. Lo que él quería de verdad, después de aquellos años breves de TNT, después de tantos entusiasmos, no llegó a complirse, o al menos a saberse, o yo no lo supe. Pero comprendo que se sintiera un extraño en su ciudad de siempre y en el mundo que ninguno de nosotros, tan ansiosos de que llegara el futuro, había sabido imaginar.
Ya es inútil, porque él está muerto y porque yo descuidé nuestra amistad. Pero tengo tan presente a Jesús como cuando se presentaba sin advertencia en mi oficina, cuando nos encontrábamos por la calle y nos poníamos a charlar de las cosas que nos entusiasmaban.
Descanse en paz.