Estamos todos como locos porque el pequeño Jorge ha llegado por fin al mundo. Ya tardaba. No mucho, pero la ilusión alimentaba la impaciencia. Como creo que dice Machiavelo, hacerse esperar es una potestad del príncipe. El príncipe heredero Jorge es hijo de mis sobrinos Jorge y Patricia. Yo también esperaba con impaciencia su nacimiento pero no sabía todo el júbilo que iba a despertar en mí. Tenemos una familia tan numerosa como complicada, aunque en general bien avenida, y entre tantos hijos, sobrinos, sobrinas, novios, novias, cónyuges, etc, nadie había dado el paso todavía. Todos habían crecido, y bastante, pero a ninguno, a ninguna, le había dado aún por multiplicarse. Así que Jorge, Jorgito, Georgie Boy, George de la Selva, como dirá su madre, el recién nacido, es el primogénito de todos nosotros, el emisario de una generación que tardaba en llegar. Y ahí está, diminuto y milagroso, con un gorrito de lana, tumbado como un cachorro encima de su madre, la alegre Patricia, que tiene una guasa infalible y en cuanto se recupere ya estará haciendo bromas sobre él, como las hace sobre sí misma, y sobre cualquiera. Y junto a Patricia, vestido con el mono verde antiséptico de los acompañantes, ahí está el padre, Jorge, más sonriente que nunca, él que tiene una capacidad congénita para sonreir, con la firme alegría de los que han tenido que sobreponerse prematuramente a algunas de las peores pérdidas de la vida.
Cuando Pedro Salinas le escribió a su amigo Jorge Guillén para darle la noticia de que había sido abuelo, le dijo: “He ingresado en la abuelidad”. En algo estoy seguro de que he ingresado yo hoy, pero en qué. ¿En la tíoabuelidad? Llevo tiempo postulándome como preceptor de humanidades y ciencias naturales para el recién nacido, en cualquier caso. Muy pronto nos congregaremos todos en torno a su cuna, como pastores primitivos, hipnotizados, sobrecogidos, en un fresco de la natividad de Giotto.
Es urgente trabajar por un mundo que sea habitable y digno y respirable para el pequeño Jorge.