Es una plaza, efectivamente, lo cual es todavía más emocionante, creo yo. Y además, como me recuerda Chislett, es una plaza que no tenía nombre antes de modo que no ha habido que quitársela a nadie.
En este retiro laboral y espiritual en el que me encuentro ayer tuve la visita de mi amigo Luis Orozco. Orozco es un físico mexicano que ha trabajado en algunos de los centros científicos de más relumbrón, y que ahora anda entre Washington y Vancouver. En Vancourver hay un acelerador de partículas en el que mi amigo me cuenta que está desarrollando un experimento sobre lo que más le apasiona ahora, la fuerza débil. La Física se parece cada vez más a la poesía: la fuerza débil, la materia oscura. Orozco me mira muy serio y dice: “Atención. La diferencia es que el conocimiento científico es predictivo”. Estábamos comiendo ayer en uno de mis lugares preferidos, un sitio oscuro y un poco secreto que se llama Keen’s Steakhouse. Yo nos veía desde fuera, como si enfocara un plano en una película. Veía nuestras semejanzas y nuestras diferencias, la simetría en la que muchas veces consiste la amistad. Somos de una edad semejante(Luis dos años más joven que yo); él mexicano muy aficionado a España, yo español con mucho amor por México; el padre de Luis era un autodidacta que levantó con éxito una fábrica de cajas de cartón; el mío era un hortelano. Los dos somos primogénitos. Los dos somos los primeros de nuestras familias que fueron a la universidad y salieron al mundo. Los dos tenemos barba gris, aunque yo tengo algo más de pelo. Yo soy un literato aficionado a la ciencia pero lastrado de ignorancia: Luis es un científico empapado en las humanidades, con un conocimiento muy profundo de la literatura. Los dos estamos entre estupefactos y aterrados en este nuevo mundo espantoso de Trump: Luis tiene además, como mexicano, el ultraje de venir de un país que para el mundo trumpiano es una centrifugadora de narcotraficantes, sicarios, violadores, etc.
Qué gusto conversar. Luis me pregunta en qué trabajo y se entera muy bien de lo que le cuento. Yo le pregunto a él y lo veo que tiene más confianza en mi capacidad de comprender de lo que debería. Es un entusiasta de la fuerza débil, quizás el único que conozco. Sin ella, dice, no estaríamos él y yo aquí, comiendo estas short ribs tan sabrosas, tomando este vinillo tinto. La fuerza débil es la que explica que el sol no se haya agotado hace muchos millones de años. Brindamos por la fuerza débil. Y luego Luis me habla de un amigo suyo que se llama Jaime y es una de las mayores autoridades científicas de México, y tiene una especialidad extraordinaria: es una de las personas que más saben sobre el meteorito que cayó en Yucatán hace 65 millones de años y acabó con los dinosaurios, y con una gran parte de la vida en el planeta. Fue en el mar donde más vida se destruyó. Quedaron por ahí algunos mamíferos residuales, dice Luis: ese es otro de los pasos necesarios para que nosotros dos estemos aquí hoy. “¿Sabes cuánto tardaron en desaparecer los dinosaurios, y todas esas especias que había?” Yo me imagino un largo crepúsculo nebuloso, un cielo rojizo en el horizonte, los últimos dinosuarios a los que se les cae la cabeza, como al que se queda dormido en un concierto. Nada de eso, dice Luis que le ha dicho su amigo Jaime: en 24 horas se había completado la calamidad. El meteorito se pulverizó en millones de trozos candentes que saltaron a la atmósfera y elevaron la temperatura a más de mil grados.
Un poco más y no estamos nosotros charlando tan a gusto, con nuestras copas de vino, en la penumbra acogedora y rumorosa de Keen’s. Dice Luis que una de las cosas que más le cuesta comprender a la inteligencia humana es lo frágil que es todo, lo a punto que ha estado siempre todo de no suceder, lo fácilmente que se desbarata lo que existe.