Mis horas fértiles de trabajo son siempre las mismas: la tarde, el principio de la noche, quizás una hora o como máximo dos después de la cena. Así que cuando estoy haciendo algo que me exige mucho me vuelvo un monje de las tardes y no voy a escuchar conciertos. Pero el otro día me concedí un regalo, un recreo. Fui a un concierto singular en el que tocaban sucesivamente el cuarteto Brentano y el extraordinario pianista Jonathan Bliss. El hilo conductor eran las obras tardías. El Brentano es una organización infalible. Hicieron varios pasajes de El arte de la Fuga, y luego el cuarteto nº 3 de Britten. El modo en que Britten se despide con gratitud y melancolía de la vida -murió muy poco después de terminarlo- es una lección ética y estética, una maravilla de contención y belleza que me parece muy confortadora, muy exigente, para estos tiempos que corren.
Y luego Biss terminó con una de las músicas más misteriosas, más arrebatadoras que yo conozco, la sonata de piano nº 32 de Beethoven, la última, cuando ya estaba completamente sordo, cuando trabajada con una decisiva innovación tecnológica, un pianoforte que le había regalado un fabricante de Londres. Esta obra me provoca emociones muy variadas, y muy hondas: la admiración por la audacia estética, pero no solo por eso, una audacia que es un desgarro vital, como esa poesía que García Lorca llamaba de abrirse las venas. Beethoven encontró la sonata para piano cuando era muy joven como una forma perfecta, clásica, tan cerrada y redonda como el soneto: en la nº 32 esa forma se desbarata, se rompe, se abre en un camino de pura improvisación. Parece mentira que sea una música compuesta hace casi dos siglos. Hay momentos de una pulsación rítmica que parecen jazz. Decía Wordsworth que un gran poeta crea con su obra la sensibilidad que será necesaria para juzgarla. Ese Beethoven último no profetiza o adelanta la música que vendrá después: es él quien la origina, quien la hace posible.
Salgo con una gran sensación de gratitud, y también de humildad, y desafío. Los mejores maestros se hacían más audaces según se hacían más viejos.