Me cruzo con algún vecino en la escalera o en el vestíbulo y me pregunto si será suya la tos. La tos la oigo cerca, aunque no sé dónde situarla, si en el apartamento contiguo, o en el de encima. Hay otro sonido menos frecuente, aunque más agradable, y tampoco sé de dónde viene. De vez en cuando alguien toca estudiosamente al piano un preludio y una fuga del Clave bien temperado, y a veces algo de Schubert, o una sonata de las primeras de Beethoven. Toca un rato, y luego lo deja. Lo hace a cualquier hora del día, aunque me parece que sobre todo por la tarde. Ya sé hasta dónde va a vacilar con una nota, donde se va a interrumpir con una dificultad.
Pero la tos es terrible. Empieza y no para. Es una tos ronca, profunda, cavernosa, rica en mucosidades bronquiales. Se interrumpe y al cabo de unos minutos vuelve. Parece que es el pura agotamiento el que impone una tregua. Luego regresa, primero un carraspeo, un estornudo, por fin la nota grave de órgano, de órgano humano horadado y dañado.
Me despierto en la oscuridad y el silencio. Miro los números rojos de la hora en el despertador: las tres y veinte. Y entonces la oigo. Quizás es el motivo de que me haya despertado. La tos fúnebre, con una resonancia de catafalco y de cripta, la tos como de otra época, como de sanatorio para tuberculosos, como de los hospitales helados en los que ingresaban a Thomas Bernhard. Ha cesado, pero yo sé que va a volver.