Qué pena me ha dado la muerte inesperada de Tzvetan Todorov. Llevaba muchos años leyéndolo cuando por fin lo conocí, en París, a finales de los años 90. Lo primero que había escrito sobre él fue una reseña de uno de sus grandes libros, L’homme dépaysé, que era a la vez una autobiografía y una reflexión sobre varios de los temas que lo empujaron siempre a escribir, y que determinaban su postura ética y estética en el mundo. Había conocido de primera mano una dictadura comunista en el país donde nació, Bulgaria, y luego se convirtió en ciudadano francés y europeo. Conocía el valor de las libertades y la importancia de la dignidad individual frente a cualquier tipo de sumisión, forzosa o no. El eje de su escritura estuvo siempre en los individuos reales, en las cosas concretas. Para mí es inolvidable otro libro suyo, Face à l’extreme, que trataba justo de eso, de la medida en que los seres humanos pueden mantener su albedrío personal y elegir la decencia y el bien en situaciones límite, hasta en los campos de exterminio.
Quedamos sin conocernos en un café, a través de mi editora francesa, Annie Morvan, muy amiga suya. Al poco rato ya conversábamos con una animación de antiguos conocidos. Hablaba con extraordinaria inteligencia, claridad, dulzura. Nunca olvido su cara enjuta, su pelo blanco, sus ojos detrás de las gafas, la sonrisa y hasta la risa que se apoderaban de él cuando había motivo, cuando había que celebrar las cosas que le gustaban: una buena comida, un blanco excelente en aquel restaurante de pescado al que fuimos algunas veces en la plaza del Odéon en París. Amaba la pintura y le dedicó libros luminosos: a los pintores holandeses del XVII, a Goya, uno de sus favoritos, en el que reconocía esa tensión que no acaba nunca, entre las aspiraciones de la racionalidad liberal y el acecho del trastorno, el despotismo, el horror. Venía a Madrid y quedábamos con nuestro editor común, Joan Tarrida, de Galaxia Gutenberg.
La última vez que lo vi fue en Lyon, va a hacer 4 años. Tuvimos una conversación pública estupenda que empezó siendo sobre la edición francesa de La noche de los tiempo y acabó derivando hacia todo lo demás que nos gustaba en común. Para mí era un maestro en el sentido más noble de la palabra: un maestro por los saberes que dominaba, por la seriedad de sus reflexiones, por la cautela que ponía siempre en no caer en ningún dogmatismo, ni siquiera el de las causas que él mismo defendía.
Lo noté triste y desmejorado esa vez. Cuando fuimos a cenar me contó que su mujer se había separado de él. Se le quebraba la voz . Su mujer era Nancy Huston, la novelista canadiense. Yo lo había visto siempre muy enamorado de ella. Se recreaba contemplándola y escuchándola. Era una de esas mujeres a las que el tiempo les va añadiendo inteligencia, elegancia, belleza.
Volvimos al hotel ya de noche por una de esas calles opulentas de Lyon. Todorov iba cabizbajo y se quedaba callado. Nos despedimos en el pasillo. Lo vi abrir la puerta de su habitación y me pareció que se iba a encerrar a solas en una noche de tristeza.