Estados Unidos es un continente tan ajeno y tan desconocido para nosotros como la meseta del Tíbet. No hay país del que recibamos más información, sobre el que veamos más películas, más libros, más series de televisión que abarcan todos los aspectos posibles de la vida, desde las conspiraciones políticas de la Casa Blanca hasta los manejos de los narcotraficantes o las intimidades de los vampiros y de los zombis. Nuestras ciudades están llenas de franquicias de comida americana. Nuestras periferias urbanas imitan con fidelidad patética pero cada vez más lograda la desolación de la mayor parte de las ciudades o exciudades de allí, todas ellas pura periferia sin centro. En nuestros anuncios, y en una parte de nuestra literatura, la gente habla ya en una prosa de doblaje de película americana. Cuanta más omnipresencia y cercanía, mayor es la ignorancia. A eso se añade que una estética muy seductora, heredada del cine y de la iconografía pop, embellece la desolación y envuelve en romanticismo hasta la miseria y el deterioro americanos, las carreteras, los moteles, los aparcamientos, las urbanizaciones de casas idénticas con jardines, etcétera.
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