A un clic de distancia

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Tú solo, encerrado en una habitación sin ventanas, con la puerta blindada y los muros insonorizados, sentado en un sillón anatómico delante de una pantalla, tu cara y tus manos iluminadas pálidamente por su claridad, puedes pulsar una tecla y hacer que un instante después, a miles de kilómetros de distancia, en un paraje de ruina y desierto, un grupo de personas ­desaparezca borrado por una explosión, o de un momento a otro se convierta en un vendaval de sangre y vísceras y cuerpos humanos descuartizados.

Hay gente que hace eso. Pasan largas horas delante de un ordenador como participantes obsesivos en un videojuego online. Visto desde el lugar del encierro, desde el interior de la penumbra insalubre de un cuarto poco ventilado, quizá con olor a café enfriado y a pizza de cartón, la distancia entre la realidad y la ficción es inapreciable. En la pantalla se ven esas imágenes de vuelo y de vértigo de los videojuegos: el mundo desde arriba, a unos centenares de metros del suelo, en un silencio de globo aerostático, de paseo en ala delta. Desde arriba, en vertical, en picado, se aprecian las formas de la superficie de la Tierra, con una extraordinaria intensidad plástica, como desde la ventanilla de un avión que va perdiendo altura unos minutos antes del aterrizaje: las hondonadas de las torrenteras, la curva de ballesta de una autopista, la pureza de las formas orgánicas, el curso de un río como el de una arteria, la lisura de hoja otoñal de los campos de secano, la cuadrícula de una urbanización con sus casas como maquetas diminutas.

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Seguir leyendo en EL PAÍS (17/12/2016)