Philip Roth ha legado su biblioteca personal a la biblioteca pública de Newark, New Jersey, que es su ciudad natal. De niño y adolescente se hizo lector en esa biblioteca, en una época en la que Newark era una ciudad obrera, muy viva, llena de emigrantes judíos e italianos. La imaginación narrativa de Roth se ha alimentado inagotablemente de aquel mundo, y también de la tristeza de su desaparición. En los años sesenta la clase media de origen inmigrante abandonó en masa las ciudades para irse a vivir a lo que aquí llaman los suburbs. En las ciudades solo quedaron los pobres. Y como los ayuntamientos habían perdido su viabilidad fiscal y apenas podían prestar servicios -eran los contribuyentes con posibles los que se marchaban- las ciudades se fueron degradando y se aceleró el círculo vicioso de la pobreza y la marginalidad. “Inner city” se convirtió en sinónimo de desastre y peligro. Detroit es el ejemplo más conocido de esa espiral. Pero todavía hay barrios en Baltimore e incluso en Washington D.C. que parecen Aleppo. En Newark, la calamidad definitiva llegó con las noches de motines e incendios que siguieron al asesinato de Martin Luther King. Quedó una ciudad en ruinas. Solo permanecían en ella los que no podían huir a alguna otra parte.
Poco a poco las ciudades se recuperan, aunque los pobres siguen siendo expulsados de ellas, cada vez más lejos. En Newark, las salas de la biblioteca pública dedicadas a Roth contribuirán sin duda a la revitalización de ese paisaje devastado durante tantos años. Roth es uno de esos escritores que han hecho de la lectura una vertiente fundamental de su trabajo creativo. Sus ensayos sobre otros escritores son con mucha frecuencia admirables, y sus entrevistas con algunos a los que ha considerado sus maestros. De los cuatro mil libros que ahora forman su legado una gran parte están subrayados y anotados por él. Su conjunto forma un retrato de la vida intelectual de un novelista entregado al oficio de leer y escribir desde hace setenta años.
Me gusta mucho ese rasgo de la cultura cívica americana: el impulso de agradecer y de devolver a la comunidad una parte de lo que se ha recibido de ella. Cada uno lo hace con sus impuestos, desde luego, pero está bien, si se puede, ir un poco más lejos; mostrar la gratitud de una manera práctica y a la vez plena de un simbolismo generoso. Cualquier universidad habría pagado millones por recibir los libros de Philip Roth. Ahora habrá en Newark aspirantes a escritores, quizás también hijos de inmigrantes, que alimenten su vocación en esa biblioteca pública. Ya no serán judíos, ni italianos, ni irlandeses: pero sí haitianos, pakistaníes, mexicanos, chinos…
Yo estoy impaciente por leer las grandes novelas que publicarán en España los hijos de inmigrantes, los que ahora están en la escuela y en el instituto. De ahí vendrá una inesperada renovación de nuestra literatura.