De vez en cuando me acuerdo de Ceferino estos días y me pregunto cómo le irá su nueva vida. Lo conocí hace dos domingos, en el autobús que nos llevaba del avión a la terminal en París. Ceferino me saludó muy afectuosamente, y me dijo en seguida que le gustaba la literatura aunque él era científico. Yo le dije que conozco más científicos aficionados a la literatura y a las artes que literatos y artistas aficionados a las ciencias. Ceferino es muy joven y parece más joven todavía. Lo vi nervioso y muy ilusionado, impaciente, agradecido. Me hizo acordarme de mis hijos. Es de Almería, biólogo. Tiene un hermano que hace un doctorado en literatura en Harvard. Nada como las becas y la enseñanza pública para mejorar el mundo. Le pregunto su especialidad: estudia los patrones matemáticos en la evolución de las formas orgánicas. De ahí procede la belleza del mundo: el mejor diseño no lo ha guiado nunca nadie. También las historias mejores parece que surgen sin que nadie intervenga en urdirlas. Ceferino estaba nervioso porque su nueva vida estaba empezando: le habían hecho un contrato en un laboratorio de Dijon, y allá que se iba, esa misma tarde, su primer día en otro país, en otra vida futura. El autobús se detiene y se abren las puertas automáticas. Me despido de Ceferino deseándole suerte. Salgo deprisa con mi maleta de viajero rápido. Delante de la cinta de los equipajes vuelvo a ver a Ceferino, que espera la salida del suyo, la gran maleta que habrá traído para instalarse duraderamente. Estaba distraído y le llamo la atención: sonríe de nuevo, como despertándose. Me deja una sensación de alegría.
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