En el tren que me llevaba de París a Nantes, por la orilla del Loira y los campos opulentos de Francia, iba leyendo Veinte mil leguas de viaje submarino. Era uno de esos azares de los que está hecha una vida de lector voluble. Viajaba a la ciudad natal de Julio Verne leyendo su novela tal vez más perfecta, y como mi afición a la lectura es tan congénita, tan primordial, como mi afición a los trenes, a esos trenes espléndidos que cruzan Europa, iba como en un trance sereno de felicidad, mirando esos ríos y esas llanuras verdes y otoñales de Francia, sumergido en la lectura y en la velocidad del tren como el capitán Nemo y el profesor Pierre Aronnax en la biblioteca del Nautilus, que es un salón con dorados y terciopelos del Segundo Imperio en el que se abre de pronto, como un cortinaje de teatro, un ventanal que da a los paisajes y a las criaturas del fondo del mar.
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