Imre Kertész era un hombre grande que se movía despacio sobre el escenario y se mantenía fuerte y firme delante del atril donde leía en húngaro. Los sonidos secos y raros de ese idioma eran más musicales porque yo no los podía asociar a ningún significado. Los escuchaba como música, y la sensación se acentuaba cuando Imre Kertész dejaba de leer y András Schiff tocaba piezas breves para piano de Béla Bartók. La música angulosa y desnuda de Bartók sonaba como las palabras de Kertész. Era una noche invernal de mucho frío en Nueva York, hace más de diez años. Entre el pianista y el escritor se notaba una fraternidad profunda. Los dos estaban juntos en el gran salón de actos del 92nd Street Y, el imponente centro cultural judío del Upper East Side.
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