Vuelvo a escuchar música en vivo después de un tiempo de privación y el efecto que tiene sobre mí se parece al de tomarse una copa cuando se ha perdido la costumbre. Fui anoche a la sala de cámara del Auditorio Nacional, a escuchar a uno de los mejores grupos de música joven que conozco, el octeto Bambú, la agrupación de cuerda de la Joven Orquesta Nacional. Tocaban un programa muy intenso y muy bien organizado: el Octeto de Enescu, el de Mendelsohn, y una obra de estreno de un compositor más joven todavía: Javier Martínez Campos, que tiene 27 años. La sala de cámara tiene una acústica extraordinaria: estremece la vibración de las notas bajas del cello como si le resonara a uno mismo en la caja torácica. En esta época en que casi todo lo que uno escucha está digitalizado o amplificado electrónicamente, la presencia de un grupo de músicos tocando muy cerca estremece en cada fibra; le pone a uno delante el misterio puro de la música, que es el arte más físico e inmediato y también el más espiritual. El Octeto de Enescu es una obra muy rara, a ratos transparente y a ratos sombría, que te envuelve desde el primer acorde y ya no te suelta en todo su recorrido sinuoso. Mendelssohn tiene una limpidez clásica de agua fresca y mañana luminosa. La mayor sorpresa, y por lo tanto la mayor alegría, fue la obra de Javier Martínez Campos, atravesada de referencias a las partituras para cine de Bernard Hermann, de una extraordinaria brillantez, un ritmo poderoso, momentos de gran originalidad sonora. Salí de allí feliz, agradecido, regresado a la música al mismo tiempo que a los indicios del otoño.
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