Vuelvo al Prado cada pocos días en este verano tórrido que nunca se acaba. Se prolonga la exposición de El Bosco y, en vez de llegar algo de fresco de los antiguos septiembres, se prolonga y se exagera un calor sin respiro. A media tarde, el cielo sin nubes es de un blanco lívido y en el aire hay una gasa candente de polvo de desierto. No hay más brisa fresca que la que sale de los vestíbulos de los hoteles de lujo y de las tiendas de moda abiertas de par en par, quizá con objeto de lograr un despilfarro de energía más eficiente. Vuelve uno al Prado, entre otras cosas, buscando el fresco del aire acondicionado y de los techos muy altos, atravesando en el camino las arboledas del Retiro, que incluso tienen un olor de rocío a primera hora de la mañana, cuando están recién regadas.
[…]
Seguir leyendo en EL PAÍS (10/09/2016)