El taxista aguanta con paciencia la lentitud del tráfico en la mañana de septiembre. Ha cerrado la ventanilla y ha puesto el aire acondicionado. Aunque es pronto el calor agobia como si estuviéramos a principios de julio, la misma mezcla de tráfico insufrible y altísima temperatura. En septiembre uno añora septiembre. El taxista comparte conmigo la afición a quedarse en Madrid en agosto. Dice que va caminando a todas partes, que va al cine, que pasea de noche con su mujer y siempre hay sitio en una buena terraza. Madrid en agosto es una ciudad secreta. El taxista me dice que se irá ahora de vacaciones, cuando todo el mundo ha vuelto, y aunque todavía no le pregunto a dónde se apresura a decírmelo: “Nos vamos mi mujer y yo a Osaka. A Japón”. Entonces la conversación cambia de tono y el taxista resulta ser una persona mucho más afable, con capacidad de entusiasmo. “En Osaka vive la hija mayor y nos vamos a verla. Trabaja de secretaria del director de Canon. Habla japonés, y chino, y cinco idiomas más. Siempre tuvo facilidad, y nosotros la animábamos a que estudiara. Con todos sus méritos trabajaba en Madrid de telefonista de una multinacional, por menos del salario mínimo. Llamó un día un cliente al que le notó el acento japonés y ella le contestó en su idioma. Y ahora mire qué puestazo tiene. La que va tras ella es bióloga marina. Trabaja en San Francisco. Tenía un expediente buenísimo, pero aquí estaba de vendedora suplente en el Corte Inglés. A mí no me parece mal que estén lejos. Las echamos de menos, claro que sí, y ellas a nosotros, pero ver tanto mundo les abre los ojos. Las gemelas sí que nos gustaría que no se fueran. Están haciendo Veterinaria las dos, y mi mujer y yo les vamos a buscar un local para que instalen una clínica cuando terminen. Han salido más rebeldes que las dos mayores, pero son estupendas, muy estudiosas también. Su madre y yo quisimos que estudiaran todo lo que pudieran, porque en nuestros tiempos no había esas oportunidades. Yo estaba en un taller con catorce años. Me pasé más de veinte años conduciendo camiones por toda Europa. Salía de mi casa y a lo mejor tardaba tres semanas en volver. A mis hijas mayores las vi muy poco cuando eran chicas. Luego compré la licencia del taxi, porque ya me cansaba estar siempre tan lejos. Echo doce o catorce horas todos los días. Hasta que las gemelas no tengan la clínica no podré bajar el ritmo. Pero a mi mujer y a mí nos gusta nuestra vida. Ya ve, a Osaka que nos vamos…”
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