Todo tiene sus ventajas. Como llevo una vida errante estas últimas semanas leo instintivamente libros de poco peso y máxima intensidad: poesía sobre todo. Vivo entre paréntesis. Dejamos la casa antigua pero la nueva no está disponible. Las predicciones de los autores de reformas son casi tan inverosímiles como las de los economistas o los politólogos. Salí de casa el 22 de junio para irme a París y ya no me acuerdo de en cuántos sitios he estado, cuántos hoteles, casas de familia, ahora la casa estupenda que fue del gran Manolo Lindo en Moratalaz. El problema sería menos grave si no hubiera que aprender a manejar una ducha distinta cada pocos días. Si la disposición de los mandos de los coches fuera tan variable como la de las duchas el mundo sería un caos(o un caos mayor). Sin olvidar que cuando uno prueba una ducha desconocida se encuentra en una situación muy vulnerable. Descubrir cuál es el mando del agua muy fría o del agua muy caliente puede tener un precio altísimo. Has de aprender cómo funciona la ducha y dónde están los interruptores y por qué no hay rastro en la cocina de las cucharillas del café. He estado en París, he estado en Mallorca, he estado en Úbeda, he estado en un hotel en Madrid, lo cual es otra gran rareza. En un hotel de tu propia ciudad siempre tendrás algo sospechoso, equívoco. Llevo un mes sin ejercer casi hábitos domésticos, despojado de la comodidad de los automatismos.
Y mientras tanto uno ha de seguir haciendo su oficio. La ventaja es llevar la oficina en la mochila. Hasta es un alivio que todos los libros y todos los discos y todos los papeles estén en un guardamuebles. Se va por la calle con aturdimiento, pero también con ligereza. En temporadas así es cuando se da uno cuenta de hasta qué punto mi trabajo es mi casa. Donde está el portátil y donde está el cuaderno y el iPhone con la música está uno al completo. Tengo también el Kindle, claro, y centenares de libros en él, pero el cuerpo, las manos, me piden libros tangibles, libros delgados y afilados. Leo poesía como a los diecisiete, como a los veintitantos años. Leo a Góngora, leo Poeta en Nueva York, leo a César Vallejo, leo a Baudelaire. La poesía tiene un inmediato efecto físico. The quick fix of poetry, dice mi amigo Howard: la dosis rápida para seguir tirando. Leo prosas fragmentarias y breves en la vecindad de la poesía: Calle de dirección única, de Benjamin, en una traducción de Jorge Navarro Pérez que me tiene arrebatado, los Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes, que son, en sus mejores momentos, como cápsulas o concentrados de Proust. Leo Mon coeur mis à nu de Baudelaire. Leo un antiquísimo Austral con greguerías fabulosas de Gómez de la Serna. De pronto hay chispas de semejanza: Benjamin, Lorca, Góngora, Gómez de la Serna, el campo magnético de la vida en la ciudad, la instantaneidad de las imágenes que convoca una sola frase, el resplandor súbito de una gran metáfora. . También mis itinerarios han cambiado. En vez de ir al centro en metro, voy en el autobús número 20, navegando a la luz del día por las cuestas y las vaguadas de Madrid. Nunca se extingue la felicidad infantil de ir mirando por una ventanilla. Abro al azar el libro de Gómez de la Serna, que a saber por cuántas segundas manos ha pasado antes de llegar a las mías:Las raíces del árbol están buscando como manos crispadas su corazón bajo la tierra.