Me acuerdo de la primera vez que entré en un aula donde estudiaríamos juntos varones y mujeres. Era en el instituto San Juan de la Cruz, de Úbeda, que llevaría por entonces abierto unos diez años, desde que la Iglesia católica cedió para que el Estado abriera centros de enseñanza media fuera de las capitales de provincia. Yo venía de estudiar los primeros cursos del bachillerato de entonces en un torvo colegio eclesiástico, donde la única presencia femenina eran las estatuas y las estampas de la Virgen María, y las únicas faldas, las sotanas. Aquella aula de quinto de bachillerato tenía grandes ventanales y estaba llena de claridad y de presencias femeninas. Era una sensación inolvidable, de algo completamente nuevo, primero estimulante y también casi aterradora, y muy pronto educativa. La coeducación había existido en España solo en los breves años de la República. Los niños ingresábamos en la monotonía de la masculinidad al mismo tiempo que en la escuela. Alumnos varones, profesores varones. Niños y niñas jugábamos en las mismas calles, pero rigurosamente separados. Las niñas jugaban al corro o a la comba; nosotros, a la pelota o al burro. Había una copla que se le cantaba a cualquier niño al que se le viera ocupado, aunque fuera transitoriamente, en una tarea relacionada con lo femenino: “Mariquita / barre barre / con la escoba / de tu madre”.
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