Una de las ventajas, o las compensaciones, de ir haciéndose mayor es que se pueden ver amplitudes temporales con cierta perspectiva, y que se conoce a algunas personas desde hace mucho tiempo. Eso no quiere decir que uno se vuelva inevitablemente más lúcido. Conozco a coetáneos míos que viven en una nostalgia perpetua de no sé qué pasados mejores, o que cambian la historia pública y la personal a la medida de sus entusiasmos o sus desengaños de ahora. La memoria está llena de trampas, la principal de ellas su fragilidad, más peligrosa porque no solemos ser conscientes de ella. La experiencia puede no servir de nada, pero también ofrecerle a uno muestras amplias y por lo tanto significativas de hechos, de gestos y actos de personas.
Quizás lo pienso más estos días, estas dos mañana que he pasado en la feria del Libro. Hay caras conocidas, queridas, caras de gente de mi generación, de gente mayor, de jóvenes, algunos de ellos tanto que no habían nacido cuando publiqué las novelas que me piden que firme. Cuando todo dura tan poco -y todo ha durado siempre muy poco, no solo ahora- es grato comprobar que una novela que uno escribió hace más de veinte o de treinta años sigue teniendo nuevos lectores; que el fuego secreto y público de la literatura sigue transmitiéndose.
Estoy con un amigo y hago la cuenta de los años que llevo conociéndolo. Ahora acabo de leer una novela de John J. Healey, El samurái de Sevilla, y me acuerdo de cuando nos conocimos, en Granada, hacia principios de los ochenta. John era ya lo que ha seguido siendo siempre, una persona entre dos mundos, entre dos idiomas y dos países, un americano de Nueva York en España y un casi español en su país y su ciudad. Se movía por Granada y por la Alpujarra como un heredero concienzudo de Gerald Brenan y de los viajeros del siglo anterior. Aquella vida suya me impresionaba mucho, dado que el radio de mis viajes se reducía casi por completo al trayecto de la Alsina Graells Sur entre Granada y Úbeda. Entonces no sabíamos lo jóvenes que éramos. Ahora somos mayores de lo que nos damos cuenta. Pero no hay nostalgia porque de otro modo no habríamos atesorado tantas cosas vividas.
En todo el tiempo que llevo conociéndolo John Healey ha tenido varias vidas y se ha dedicado a muy diversos oficios. Entonces trabajaba en el equipo técnico de Víctor Erice en El Sur. Faltó de Granada unos años y cuando volvió venía de trabajar con John Huston en el rodaje de The Dead. A mí todo aquello me producía una gran envidia. John me describió a Huston dirigiendo la película en una silla de ruedas, con una mascarilla de oxígeno.
Ahora sigue entre un país y otro y es novelista. Publicó hace unos años una novela en la que imaginaba la relación entre de Herman Melville y Emily Dickinson: los dos polos simultáneos de la gran literatura americana, hombre y mujer, navegante y reclusa, narrador desbordado y poeta telegráfica. Y por seguir con ese nomadismo de la vida y la imaginación ahora ha publicado esta novela hecha a base de entrecruzamientos y simetrías todavía más inesperados, y sin embargo en gran medida reales. El samurái de Sevilla, que ha traducido al español Paz Peuneda, gira en torno a una aventura más desorbitada que cualquier ficción, aquella expedición de samuraís que llegaron a la Baja Andalucía en 1614, después de haber navegado a través del Pacífico, atravesado México, cruzado el Atlántico hasta la desembocadura del Guadalquivir. Que unos japoneses llegaran a Sevilla el año del Quijote de Avellaneda y formaran una colonia en Coria del Río, de la que todavía quedan descendientes, parece una de las historias de viajes tropicales y boreales de Persiles y Sigismunda. Healey, quizás porque tiene la imaginación adiestrada en idas y venidas, en encuentros fértiles de mundos lejanos entre sí, mezcla la documentación con el impulso novelesco para retratar la vida en un lado y en otro, las cosas vistas a través de una y otra mentalidad, la cultura guerrera pero sofisticada de Japón y la de la España barroca, oscurantista y pobretona de la limpieza de sangre. Lo vivido con normalidad es visto como exotismo a través de una mirada ajena. Y no hay nadie que no pueda ser exótico, y que con algo de proximidad se revele muy parecido, con la añadidura valiosa de su diferencia. La bahía de Cádiz y la de Yokohama pueden ser igual de fabulosas. No es de la documentación, sino de su experiencia de la vida, de donde John Healey ha obtenido el fondo de melancolía que ronda en la novela: en toda ida y en toda vuelta hay una parte de desgarro y otra de expectativa, pero habrá una, en uno cualquiera de los dos lados, que ya no tendrá regreso.